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¡Bendiciones, cuántas tienes ya! |
Cuando combatido por la adversidad Aún desde muy pequeño, Johnson Oatman aprendió a amar los viejos himnos que su padre sabía cantar tan bien. Se paraba frente a su papá en la iglesia, y se sentía orgulloso de aquella espléndida voz. Johnson sabía bien que su padre era el mejor cantor de su ciudad, Lumberton, New Jersey.
Ya de joven, a Oatman no le atraía permanecer en el negocio de su padre y prefirió prepararse para el ministerio, comenzando a predicar. Concibió un plan de predicación–viajando de un pueblo a otro–pero más tarde descubrió que el Señor le había dotado de la habilidad de conmover los corazones por medio de mensajes en forma de himnos o cantos sagrados.
Pronto su fama de compositor se esparció y muchos de sus himnos se popularizaron en varias iglesias. Un autor asienta que escribió un récord de doscientos cantos evangélicos por año, durante más de un cuarto de siglo. En total, llegó a escribir más de cinco mil.
Su don de componer himnos los consideró un servicio para el Señor y no como negocio. Cuando el editor finalmente lo persuadió de poner precio a su trabajo, por razones del propio negocio, dijo que vendería sus cantos por un dólar cada uno.
Oatman escribió himnos para casi toda ocasión, y hasta el día de hoy, su música se canta en todos los confines del mundo. Al propio compositor le gustaba cantar, pero no pudo igualar en este aspecto a su padre. Determinó, por tanto, que haría lo que su padre nunca pudo hacer–dar al mundo cristiano lo que éste habría de cantar. Este himnólogo murió en Mount Pleasant, New Jersey, en 1926, pero sus mensajes musicales siguen viviendo.
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